La cima de la montaña es el lugar preciso para quedarse largas horas sentado sobre una roca y observar la inmensidad de la naturaleza. Es el lugar apropiado para encontrarse con lo básico de la vida, lo ves todo desde arriba y te das cuenta que lo demás es pequeño. Por eso, nos envuelve con su extraordinario paisaje que deslumbra los sentidos al contener un halo espiritual y sagrado que irradia.
Igualmente, contemplar conjuntos de piedras apiladas hasta formar pequeños montículos de pedruscos pequeños y grandes, rocas y lajas, acompañados de símbolos tallados en las rocas, representa una realidad que transmuta en sobrenatural. Perfecto lugar para observar todo lo que ocurre a nuestro alrededor, tanto en la tierra como en el cielo. Lugares sagrados que se identifican para enseñarnos una parte importante de un pensamiento antiguo que aun perdura entre sus restos. Se conocen más de sesenta y se engranan en el terreno en perfecta armonía con el simbolismo de la cosmovisión awara; esto es, replicar la montaña cósmica.
Insistiremos en nuestro objetivo de relacionar las formas arquitectónicas con las formaciones sociales y el manejo del espacio desde aquellos mecanismos simbólicos que permiten convertir una estructura en monumento en el paisaje y perpetuar con ello un discurso de poder encaminado a la definición de territorios. Se observa la realidad conforme a unas referencias fijas. La arquitectura cobra entonces una tridimensionalidad tanto utilitaria como simbólica y se convierte en recurso a la vez espacial y temporal.
Todo está en su sitio para dar forma a un sistema bien planeado que se perpetúa como las verdaderas puertas de los cielos a través de la montaña como referencia topográfica en la Tierra y el Sol como referencia cósmica en el cielo. Forman un encadenamiento de concepciones imágenes cosmológicas (axis mundi) bien articuladas que vinculan la tierra con el cielo.
Esto nos demuestra muchas cosas, entre otras, que la existencia humana sólo es posible gracias a esa comunicación permanente con la altura porque se sitúan en los lugares más elevados y próximos al cielo. A pesar de que la arqueología se ha desatendido de estas construcciones, ahora si que estamos en disposición de comprender e interpretar su existencia hasta enraizarnos en esta tierra, en los corazones y en las miradas intencionadas de aquellos hombres que buscaron en el cielo la respuesta de su existencia.
La comprensión de cómo se comporta el cielo es, para una cultura primigenia, una forma de culto. Una expresión de este culto consistió en poner toda obra humana en concordia con los principios de orden natural espacial y temporal derivados del movimiento de los astros. Para el observador de la naturaleza resulta obvio que la única manera de establecer direcciones definitivas en el paisaje es a través del cielo. Siempre se mantiene una perpetua necesidad primaria que es la de viajar en el espacio para acercarse al cosmos, donde moran sus dioses, y en el tiempo a través de sus antepasados.
Pues bien, no hay mayor naturalidad en la esencia de la religiosidad que adorar el Sol cuyo regalo más precioso para el ser humano es la calidez necesaria para la vida y el reciclaje constante de las estaciones (del tiempo). La vida siempre se renueva. Existen unos momentos claves del año (solsticios y/o equinoccios) que deben ser celebrados. Por encima de todo, se trataba de momentos relevantes y revelantes. El ser humano repite de muchas formas el momento de la creación del mundo a partir de puntos o santuarios establecidos. Celebra la llegada del Año Nuevo como una reactualización de la cosmogonía, implica la reanudación del tiempo en sus comienzos.Si nos situamos en cualquiera de esos amontonamientos de piedras que se distribuyen por la geografía sagrada de las cumbres de la Caldera de Taburiente (espacio) en el mágico instante en que asoma el primer rayo de Sol durante el solsticio de invierno (tiempo), solo entonces comprobaremos la sorprendente relación que se establece entre el amontonamiento de piedras, el pico más elevado del entorno y el Sol. La alineación la marca la propia montaña o el grupo de amontonamientos que van al encuentro del Sol para anunciar la llegada del Nuevo Año.